Quizás era miedo.
No, no. Quizás no. Era un absoluto miedo hacia ese trozo en blanco que irradiaba la pantalla. Y más que eso, era el miedo a fracasar. O quizás mejor dicho: el miedo a que me dijeran algo malo.
Por eso cuando vengo aquí a escribir alguna cosa me da por pensar en el tiempo perdido que tuve cuando era joven. Quién sabe, quizás ahora sería un gran percusionista en la filarmónica de paris o un barrendero escuchando bachatas en las frías calles de invierno. Pero sin embargo no es así. Estoy mirando el espacio vacío que me queda.
Cuánto espacio para mi.
Debería agarrarlo con fuerza y no soltarlo. Llevármelo al ricón más oscuro de mi corazón y dejarlo ahí, donde nadie pueda tocarlo. Donde nadie pueda dañarme. La cobardía es uno de nuestros puntos fuertes -pensaría cualquier alienígena- y posiblemente una de las razones por las cuales seamos tan fuertes. Siempre se levanta el fuerte cuando un cobarde se amedrenta. El problema viene cuando no pides ayuda. El problema se queda cuando quieres ser tú todas las facetas del ser humano porque te crees el niño más fuerte del mundo.
Pero estás solo.
Por mucho que toda esa gente extraña te sonría sin parar.