Alguien le dijo alguna vez que sólo era una cara bonita. Y no sabes cuántas veces se tuvo que decir a sí misma que no existía el miedo al qué dirán, y que las lunas se escondían siempre debajo de la piel. Se prometió, se confió que en su mundo debía gobernar ella, y nadie más, que las noches largas solo eran para empezar el día con el sabor del último sueño en la boca.
Cada noche se preparaba, como mejor podía, para todo lo que le iba a venir. A veces, cuando el sueño estaba a punto de vencer y los párpados se desplomaban como hormigón, las cortinas de su ventana parecían mecerse al viento de un céfiro aletargado. Ella, sonriendo, esperaba que las ventanas se abrieran de par en par para que toda la noche se zambullera sin miedo en los pliegues de su piel. Hoy la razón no tenía sueño y los monstruos no tenían razón. Hoy llevaba la luz prendida en las manos y las sombras no sabían tan amargas, así que se dejó caer y llevar por lo único que quedaba.
Ella.
Ella y sus manos buscando las caricias más delicadas sobre los dedos de su pies, ella y sus piernas firmes, ella y su vientre y la comisura de sus labios. Ella y las sábanas tensas, ella y un abismo insondable al que solo había que aceptarlo para seguir adelante.
Sus manos se mojaron y las dejó ahí, aun temblaban y hubiera deseado con todas sus fuerzas que aquello nunca acabara, que su ritmo cardiaco siguiera construyendo esa melodía de placer, esa melodía que te libra de cualquier obligación con el mundo.
Pero la melodía se resquebrajó, los bemoles se suicidaron y los silencios tuvieron miedo de salir, el ritmo volvió a su ambiguo trabajo y como si una complicada combinación se tratase, las puertas se volvieron a abrir y fueron entrando de uno en uno.
Como era educada los saludó a todos y todos fueron entrando. En aquella esquina volver a sentirse fea, un poco más cerca ser una inútil, ser insignificante solía sentarse cerca, a quien quieres engañar se quedaba de pie, apoyado en la pared y, casi siempre al final, llegaba él, barriendo todos los pétalos y textos de poesía que se quedaban por el suelo. Cerraba la puerta con dedicación y se quedaba sonriendo mientras ella miraba el techo de su habitación.
– No, Bogart, los sueños no se forjan. Solo están y no están, como el maldito gato de Schrödinger.