Todo estaba todavía en calma, sus pisadas aplastaban las hojas caídas y las ramas secas, produciendo un leve crepitar, único sonido en aquel vasto espacio dormido.
La Casa de los Espíritus
Lucía había llegado temprano a las tierras de su madre. Las sentía yermas y próximas a una muerte segura, aunque los primeros rayos de luz se fueran colando entre las nubes grises y el campo brillara con el color esmeralda que durante años había vestido.
Con delicadeza fue quitándose la ropa y, deteniéndose en los pequeños detalles, imaginó a su madre preparándola para recibir a un hombre importante del pueblo que venía a pedirle posiblemente el trabajo más importante de su vida. Fue despojándose de la pesada chaqueta que llevaba en invierno como se despojan los árboles de sus hojas. Y emergieron de sus recuerdos las palabras de su madre hay que estar presentables, con una sonrisa en la cara, él tiene que saber que, aunque no seamos de buena familia, somos buenas personas.
– Claro que sí, mamá – le dijo al viento
E inmediatamente volteó su rostro para cerciorarse de que nadie estuviera mirando a una chalada.
– Como si la ropa pudiera decir si eres buena persona o mala.
Aunque esas últimas palabras nunca se hubiera atrevido a decirlas. Se le ocurrió que podría llegar un poco más, al fin y al cabo el señor Maximiliano le había pedido que se desnudara, que le serviría para sentirse por fin libre.
No miró a su alrededor, no valía la pena. Se fue quitando la camiseta con volantes blancos, el sujetado de encaje negro y el frío vistió su piel. Se sentía bien, de alguna forma era la primera vez que se rebelaba, aunque sólo estuviera ella.
Sus pies besaron el rocío de la mañana en cuanto se quitó las medias y sus botas de piel, los pantalones vaqueros bajaron ya sin miedo, los lanzó lejos con una pequeña risa de niña asustada. Y sus braguitas color carne se deslizaron con la timidez y suavidad que tuvo la primera vez que un hombre la miró.
Sintió el frio del campo en su cuerpo voluptuoso como nunca antes lo había sentido. En las tierras de su madre estaba desnuda, libre, sonriendo. No sabía cómo pero por primera vez en su vida se sentía feliz.
Gracias Maximiliano – le soltó al viento.
Maximiliano seguía de pie, mirando detrás de un árbol todo lo que había pasado. No podía oír nada de lo que dijo pero sonría de igual manera. Lucia era la mejor paciente que había tenido en todos sus años de psicólogo. Se sacó el pene del pantalón y empezó a masturbarse susurrando el nombre de Lucía.