Nunca he conseguido llegar a odiar tanto un sentimiento como he podido hacerlo con la esperanza. Esa ilusión que no puedes dejar de sentir pero al mismo tiempo es la que te consume cada vez que se aleja. Quizás no me explico bien, el odio aún me ciega.
Un niño consigue el caramelo que tanto ansiaba coger y lo regusta con todo el amor que le puede tener. Quizás no estaba tan bueno como él esperaba, pero se lo come, sonríe, te da las gracias y fin del asunto.
En algunas otras ocasiones el niño jamás llega a comer ese caramelo. Finge coger una piedra y lamerla soñando así con el día en el que termine saboreando el caramelo.
Son niños, las cosas son así de sencillas.
Cuando te vuelves adulto preguntas si te mereces ese caramelo. Si eres suficiente para tenerlo. ¿Demostrará el caramelo estar tan bueno como tú creías?
El sentimiento de no ser suficiente ni siquiera para un maldito caramelo. No ya para los demás, si no para un regalo, algo material. Eres peor y más inútil que esa piedra imaginaria que estábamos lamiendo.
A veces ocurre que necesitas un tortazo, quitar todas las dudas que tienes con un abrazo y pensar un poco más en cosas sencillas, en lo práctico, en el aire que acaricia cuando hay viento y, cuando no, pues no.