La dejé tirada en el sofá, desnuda y larga como vino a mis brazos. Y ahora la estoy mirando mucho más hermosa, más radiante, en esa paz del cuerpo relajado y el pelo en el rostro. No sé bien si prefiero este momento o sus gemidos pegados a mi oreja. La luz de la luna baña su trasero y no entiendo bien cómo tomármelo. Hace apenas unos minutos estaba dejando mi mano marcada en su piel y ahora, con un whisky en la mano y el motor del radiador del frigorífico como única banda sonora, me siento un crío.
No un crío de esos que juegan a la pelota detrás de la iglesia. No. Me refiero a esos que van emperifollados y con la cara de bobalicón queriendo enamorar a la María o a la Lucía de turno para dentro de sabe Dios cuánto tiempo, poder follársela.
Me asqueé del whisky. Casi tenía ganas de acariciarle las lineas suaves y delicadas de su cuerpo a la penumbra. De quitarle el pelo del rostro y observar su rostro dormido. No sé, darle un beso e irme a dormir a la otra habitación. Comprar pan por la mañana, un café con hielo, que con este calor no hay forma de tomar otra cosa, y besarla. Y follar, joder, claro que sí, pero sin la necesidad de sentir su respiración con mis propias manos.
Menudo imbécil estás hecho, me dije. Así que cogí mis cosas y me fui.
Las historias no están hechas para gente desesperada.