Un incendio en España

El otro día estuve en un río. Nada fuera de lo común: bichos, agua, naturaleza y un montón de personas. Mucho dinero de por medio para que te dolieran los pies, subieras fotos a la plataforma de turno y te volvieras a casa después de dos horas de viaje.

Hasta ahí todo bien. Salvo que ocurrió algo muy curioso

En medio de todo el jolglorio empezó a «llover» ceniza. Al principio pensé que era un puto cabrón de turno que me había tirado la ceniza de un cigarro en el brazo – curioso pensamiento porque seguramente hubiera sido yo ese cabrón – pero cuando puse mis ojos en el cielo lo vi: un millar de trocitos de ceniza de ese susodicho cigarro. Descarté el cabrón de turno y sonreí.

Ya antes había pasado por eso, en Ecuador de en vez en cuando llovía ceniza, se cubría todo el campo de un montón de nieve gris, que quitando la idea de diversión, lo cubría todo con un manto de miedo y alerta. El volcán Guagua Pichincha se había puesto tontorrón de nuevo y ahí lo tenías, detrás de las ventanas un campo gris, y dentro, mis padres preocupados por si habría que comprar agua, comida y prepararse para los apagones y las alarmas.

Aquello fue muy parecido. Pero completamente distinto. No había volcanes – no que yo supiera – y nadie parecía alertarse. Jugaban con sus móviles sacando mil y unas fotos, quejándose de las piedras, de las nubes, del agua, de los niños, las moscas y algún que otro viejete mirando al vacío pensando en sus tiempos mozos, cuando sólo disfrutaban del agua.

No. No había un volcán. Había un incendio a pocos kilómetros de ahí, más tarde lo vi y me entró tremenda congoja al no saber lo que pasaba a pocos pueblos de ahí. Inmenso cubría el cielo y el sol se volvía de un rojo demoníaco. Conduciendo el coche me puse a pensar en la cantidad de veces que pasaba algo catastrófico a tu alrededor y como llegaba a importarte una mierda porque a ti, directamente, no te afectaba.

Y es que siempre seremos así, supongo, hasta que no tengamos el agua en el cuello no sabremos que los de más abajo llevan ahogados años. Y que, posiblemente, tenemos el agua hasta el cuello y no muertos porque nos mantenemos vivos gracias a sus cadáveres.

Y dime tú ¿sientes en tus pies descalzos el cráneo de los menos favorecidos?

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